En aquella actuación, la única forma que se me ocurrió para poder embaucar a los espectadores de esa ímproba sala, fue convertirlos en un correveidile, realizando un conjuro para imbocar que el público chismotease a cerca de los enredos de la vida ajena a ellos.
El público comenzó a hablar en tono burlesco utilizando términos que yo no conocía, pero no me imaginé que fueran muy apropiados.
En ese instante me percaté de que mi conjuro solo divertía a las personas que no chismoteaban sobre los demás y lo deshice.
Al instante, el público se percató de lo ocurrido y me dieron un gran aplauso que jamás entendí.
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